Al aplicar el valor de la responsabilidad traducido como responsabilidad social de las organizaciones, estamos reconociendo que la empresa es una organización económica y social dedicada principalmente al servicio del bien común.
Todos los días y cada vez que conozco, reflexiono y experimento más el complejo mundo de las organizaciones humanas, me convenzo que las empresas y las instituciones son esencialmente antropomórficas.
Así como el ser humano es una realidad de al menos tres dimensiones: física, racional y emocional, así mismo las organizaciones tienen una suerte de proyección de estas tres dimensiones que constituyen su propia realidad: producción (física), estrategia (racional) y cultura (emocional), y es esta última dimensión, la cultural, la principal fuente de generación (o de destrucción) de valor en nuestras organizaciones.
Este ámbito de la cultura (emocional) involucra sentimientos, valores, creencias, pasiones, emociones, aquellas características humanas que no hacen parte de la dimensión racional. Por eso valores como la responsabilidad, aplicada a la presencia de las empresas y organizaciones en general sobre su entorno social, vienen situándose en lugares principales del discurso actual sobre ética empresarial.
En definitiva, las organizaciones no son nada más ni nada menos que un conjunto de personas, por lo tanto aquello que llamamos “comportamiento organizacional” no es sino la expresión del comportamiento colectivo de todos y cada uno de los seres humanos que la componen, de esta forma, la mencionada búsqueda del bien común y el espíritu de servicio que mueve a las organizaciones, se traduce directamente en la vocación propia de sus integrantes y especialmente de sus directivos.
Al respecto el profesor Jaime Urcelay nos recuerda que “Las empresas y, en general, las organizaciones, son las personas que las componen y, por eso, pensar y actuar en términos de responsabilidad social en la empresa exige, a todos los niveles, pero especialmente en los más altos, un modelo de liderazgo que sea entendido, esencialmente, como servicio y que, consecuentemente, tenga una predominante dimensión ética. Si este estilo de liderazgo no fecunda cotidianamente las estrategias, planes, decisiones y actuaciones en el seno de la organización, será prácticamente imposible que las manifestaciones de la responsabilidad social pasen del plano de la retórica o de la utilización de recursos de marketing cuyo sostenimiento en el tiempo es inviable”.
En la apropiación y vivencia humana del valor de la responsabilidad podemos encontrar claves poderosas para la comprensión de los fenómenos más apasionantes del quehacer empresarial como la creación de valor sostenible a largo plazo, pero también de los fenómenos más degradantes de la interacción humana en las organizaciones como la deslealtad, las pugnas de poder y la corrupción. Es bueno entonces abordar con un poco más de profundidad el concepto de responsabilidad.
Si quisiéramos recurrir a la etimología, encontramos que responsabilidad viene del latín respondere que significa responder, o ser digno de algo.
De otro lado, desde el punto de vista jurídico, tres son los elementos fundamentales que enmarcan el concepto de responsabilidad a saber: a. La obligación de justificar la propia actuación ante criterios y reglas definidas; b. La posibilidad de ser fiscalizada dicha actuación; y c. asumir la correspondiente aprobación o sanción a partir del juicio sobre la acción.
Sin embargo, desde el punto de vista moral, la responsabilidad se entiende como la dignidad y condiciones que se poseen para estar a la altura de las situaciones. La responsabilidad humana nace de la condición voluntaria de sus actos y, de la misma forma, el progreso en la virtud y la tendencia hacia el bien, acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos, en este sentido la visión sobre la responsabilidad resulta especialmente optimista y positiva.
En cualquier caso, la realidad actual atravesada por profundos cuestionamientos de comportamiento individual y organizacional en sonados casos de corrupción, nos obliga a pensar en la necesidad de llenar de contenido los modelos económicos existentes, y ese contenido se traduce en referenciar la base antropológica del sistema a un poderoso sistema de valores y de normas que permita su funcionamiento eficiente, eficaz, bueno y responsable.
Podemos concluir que los comportamientos contrarios a la responsabilidad, destruyen más riqueza de la que puedan generar, por lo que las empresas deberán adaptarse a las tendencias de una sociedad que reconoce cada vez con más fuerza el papel de sus organizaciones en el desarrollo social, de esta manera, empiezan a darse presiones sobre ellas, que propenden por un control efectivo de las externalidades y costos sociales generados por su actividad, ante la constatación de que el beneficio económico-monetario o el aseguramiento de espacios de poder e influencia, no puede seguir siendo el único indicador de la eficiencia socio-económica de las organizaciones.
A modo de colofón de esta reflexión, permítame querido lector una última referencia que proviene más de la vivencia que del estudio de la responsabilidad empresarial: existe un elemento común en todos los espacios que permiten la corrupción y es la imposición del interés particular (cualquiera que este sea) sobre el interés general, por lo tanto una clave adecuada para la verdadera lucha frontal y efectiva contra la corrupción que aqueja a nuestra sociedad es un profundo cambio cultural en el que las personas entiendan que el bien común prima sobre el bien particular, una nueva sociedad en la que el bien superior de las organizaciones que amamos esté ciertamente por encima de cualquier interés personal o aspiración- aún legítima- particular.
Este tipo de compromisos no solo se pueden reflejar en bonitas intenciones retóricas sino que se arraigan en actitudes, decisiones y comportamientos ciertos y concretos. Siempre que haya posibilidad de servir y de hacer algo más por el bien común, tenemos la responsabilidad ética e histórica de hacerlo.
Fuente: Dinero.com | Víctor Hugo Malagón Basto